Cada
mañana nuestra primogénita es despertada por su doncella,
que le prepara el baño mientras el cocinero dispone su
desayuno. Tras vestirse con ayuda de su asistente, comunica
al ama de llaves su jornada y es conducida por el chofer a
la universidad. El benjamín duerme hasta que se levanta
malhumorado reclamando su desayuno que, con presteza, se lo
facilita la cocinera, mientras el contable le facilita el
dinero que reclame y verifica que su móvil esté operativo.
Toda la servidumbre queda a la espera de recibir alguna
llamada para satisfacer sus necesidades, tales como
acercarles unos libros o recoger alguna prenda sobrante. Sus
aposentos individuales son ordenados y limpiados
inmediatamente y tras salir de sus respectivos cuartos de
baño siempre algún criado comprueba y restablece el debido
orden de todos los elementos. Ambos jóvenes disponen de
tutores especializados en sus estudios, con plena dedicación
cuando son solicitados, la mayoría de los casos tardíamente
no pudiendo impedir el suspenso que sus patronos les
atribuyen. Igualmente los sustos de seguridad o los
problemas de salud son responsabilidad de sus guardaespaldas
y de sus médicos, a pesar de que los señorcitos no atiendan
las recomendaciones sobre horarios nocturnos o ropa de
abrigo.
A todo
este séquito no se le paga nada, a pesar de su dedicación de
24 horas los 365 días al año, siendo culpable de cualquier
error que cometan los amos por no haberlo previsto con
antelación. Los sirvientes realmente quieren a sus jefes y
se preocupan sinceramente de todo lo concerniente al
presente y futuro de sus dueños, aunque casi no reciben de
ellos muestras de cariño. En nuestra sociedad es una
situación frecuente e injusta, con nuevos ricos
comportándose como multimillonarios ante indigentes
servidores que deben solícitamente gastar sus ahorros en los
caprichos de sus señores. A los lacayos, a pesar de que
acumulan múltiples tareas que sobrecargan su existencia, ni
se les llama por su nombre: se convoca a todo el servicio
voceando simplemente “mamá” y “papá”.
Moraleja:
“Si a
los hijos que viven arriba,
los
padres que habitamos abajo
no les
educamos en la vida,
cabe
esperar el gran batacazo”.