|
El
cielo de los recuerdos
Debe existir un
paraíso para los recuerdos, un edén para los sentimientos vividos.
Porque los objetos van al basurero o se reciclan; los cuerpos se
entierran en los cementerios y vuelven a la tierra; los hechos se
recogen en la historia, aunque sean falseados; el trabajo material queda
en forma de prosperidad y desarrollo; el arte se colecciona en los
museos; la música en las partituras que resuenan en los conservatorios;
los escritos van a libros que se amontonan en las bibliotecas; y hasta
las teorías son recolectadas, incluso las más inciertas casi siempre las
más razonables y bellas como la del flogisto. El conocimiento, los
razonamientos, las obras quedan… pero ¿dónde van los sentimientos?
Las emociones se
expresan indirectamente y llegan a materializarse, a veces de modo
solemne y comunitario en forma de pirámides o catedrales o, en otras
ocasiones, de estilo más privado como un árbol o una sortija, que se
cuida y transmite en la cadena de seres humanos que legan y allegan
engrandeciendo el recuerdo de épocas pasadas, pero no olvidadas. Pero
toda la inmensa fortuna acumulada de ternura, de pasión, de humanidad,
de civilización, ¿dónde se alberga?
Los sentimientos
también construyen elementos de cultura, muy valiosos que siempre podrán
apreciarse y utilizarse como base de futuras vidas, especialmente a
través de las lenguas, de las creencias o de las tradiciones. Hablar un
idioma milenario hace que reverbere en el espacio infinito la vivencia
de muchas generaciones de ancestros, lo que llega a conmover a un
hablante sensitivo. Pero, ¿dónde se esconde el nirvana de todas las
nostalgias?
Lo más humano que
siempre florecerá es el amor, marcando los hitos de nuestra vida,
balizando nuestro pasado, señalando nuestro presente y
apuntando-apuntalando a nuestro futuro. La vivencia del cariño traza
nuestra existencia en forma de recuerdos: la mano de nuestra madre
llevándonos de paseo al parque y dándonos la merienda; caminar abrazados
a los faldones de la gabardina de nuestro padre a salvo de cualquier
contingencia; la compañía leal de nuestros hermanos y primos en
cualquier circunstancia; la primera sonrisa pícara de una amiga; el
primer amor; el primer beso; el primer “te quiero”; el cortejo, la boda,
el primer embarazo; el nacimiento de cada hija y de cada hijo, sus
primeras palabras y sus primeros pasos; la orfandad tras la muerte de
nuestros padres, y no importa la edad que ya tengamos;… Todo este tesoro
de afecto y alegría no se puede desvanecer, debe ir a algún refugio
secreto donde reside lo mejor de nuestras vidas.
Todos sabemos que
compartiendo sentimientos comunes con quienes convivimos, y
especialmente con los más jóvenes (hijos, nietos, alumnos, amigos,…),
transmitiremos este legado de amor que es exclusivo de los seres
humanos. ¡Hablemos diariamente más de amor y de encuentro, y menos de
discrepancias y alejamientos! En privado y en público, en casa y en el
trabajo, en la calle y en la prensa. Muchos además creemos que este
exorbitante patrimonio de fraternidad, cordialidad y simpatía habita en
un mundo platónico que nos envuelve como el aire, y que puede
presentirse muy íntima y trascendentemente cuando nos acercamos a los
demás, cuando les miramos con aprecio, cuando les escuchamos con
atención, cuando les damos la mano con amistad, cuando advertimos y
sentimos quiénes son: nuestros hermanos y hermanas.
Mikel
Agirregabiria Agirre. Getxo (Bizkaia) |
|