He ingresado en la legión
grisácea de los cincuentones, sin eufemismos paliativos tales como jóvenes
maduros o veteranos juveniles. Cuando publiquen esta nota, ya habrá pasado mi
cumpleaños, así que pueden abstenerse de felicitarme. Nací un viernes santo
cualquiera, justo hace diez lustros. Este quincuagésimo cumpleaños es la fecha
en la que descubres que todo es más sencillo de lo que pensabas, y coincides
con tus hijos adolescentes en que el día para pegarte el banquete o la fiesta
de tu vida es… hoy mismo, sin esperar a mañana, y eso cada día de los próximos
mientras puedas decidir. Con todo, la crisis de los 50 me parece más llevadera
que la depresión de los 40, y de la angustia de los 30, que ni siquiera
recuerdo bien. Convertirse en cincuentón es una trágica y traqueteada
experiencia, pero que se vive en compañía de todos los coetáneos. A ellos están
dedicadas estas líneas. Siempre pensamos que aquélla fue una gran cosecha, la
del 53, aunque ahora lo dudamos tras descubrir que son de la misma quinta Aznar
y Blair (quien dijo sentir mariposas en el estómago el día que cumplió 50).
Aquel nuestro año 1953,
finalizó la Guerra de Corea, Franco firmó el Concordato con el Vaticano y los
primeros acuerdos económicos y militares con los EE.UU., llegó la Coca-Cola, se
escaló en Everest, se demostró la relación entre cáncer y tabaco, se descubrió
la estructura en doble hélice del ADN, se simplificó la famosa ecuación de
Einstein a E=m.c2, se inventó el bolígrafo Bic y se pusieron de moda
los pantalones vaqueros. Murieron Stalin, el compositor Prokófiev, el poeta
Dylan Thomas,…, pero ahora lo que importa es cómo
fuimos, y cómo somos los que entonces nacimos –más exactamente, los que todavía
quedamos-.
Nosotros nos criamos a
lo bestia. Hacíamos lo que jamás permitimos luego a nuestros hijos. Corríamos
en pequeñas e inadecuadas bicicletas sin casco, los columpios eran de metal
roñoso y con esquinas en pico, y jugábamos a ver quien era más bruto.
Construimos goitiberas para bajar por las cuestas y descubríamos que
habíamos olvidado los frenos. Jugábamos a "chorro, morro, pico, tallo, qué" (no
pregunten eso qué significaba), procurando caer en plan bomba, y nadie sufrió
dislocaciones vertebrales. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el
día, y sólo volvíamos al anochecer. Nadie podía localizarnos por ningún móvil.
O hacíamos una fogata para asar patatas y contarnos historias de miedo. Nos
abríamos la cabeza jugando a “guerra de piedras” y no pasaba nada, eran “cosa
de niños” y se curaba con Mercromina y un cachete adicional de castigo.
Comíamos moras, pipas de melón y porquerías, bebiendo aquel refresco de color
butano, pero no fuimos obesos. Estábamos siempre al aire libre, corriendo y
jugando. No tuvimos Playstation, Nintendo, películas en vídeo, móviles,
computadores ni Internet: sólo un canal de televisión en blanco y negro,.. en
casa de algún amigo rico. Siempre recordaremos nuestros escasos juguetes, pero
nos sobraban los amigos y primos. Quedábamos con ellos en el parque más
cercano. O ni siquiera quedábamos, con la merienda íbamos a la plaza y allí nos
encontrábamos. Ligábamos con las chicas persiguiéndolas, no en un chat
tecleando ;-D. Y jugábamos a las chapas, a las canicas, al “hinque” con clavos
herrumbrosos, con pólvora,... en fin, con tecnología punta. Bebíamos agua
directamente del grifo, cazábamos lagartijas y gorriones con la "chimbera de
balines", sin adultos vigilándonos. En los juegos del patio, no todos
participaban en los equipos; debías ser elegido. Los otros tuvieron que
aprender a superar la decepción. Los menos estudiosos, repetían curso y les
ponían a trabajar prematuramente de “botones”… en una Caja de Ahorros y cuando
pasadas las décadas te los reencontrabas, te denegaban el crédito.
Viajábamos en minúsculos
coches sin cinturones de seguridad ni air-bag, durante viajes de 8 horas con
cuatro adultos y cuatro niños en un 600, sin síndromes de la clase turista.
Éramos responsables de nuestras acciones y arreábamos con las consecuencias. Si
transgredíamos alguno de los numerosos preceptos, nuestros padres no sólo no
nos protegían, sino que además nos castigaban aparte. Tuvimos media libertad,
mucho fracaso, poco éxito y moderada responsabilidad, pero aprendimos a crecer
con todo ello.
Ha pasado la mayor
parte, pero quizá no la mejor, de la vida familiar y profesional. Nuestros
hijos son insufribles y eternos adolescentes, nuestra pareja ha engordado casi
tanto como nosotros, y ya estamos plenamente instalados en esa burguesía
postmoderna y acomodada,… que tanto se parece a la de nuestros abuelos y que
fue mejor que la de nuestros sufridos padres. Nuestros rutinarios paseos con la
parienta, esos recorridos de café con leche en café con leche (descafeinados
por supuesto), con muchas paradas, permiten a los comerciantes poner en hora
sus relojes cuando nos ven desfilar puntualmente cada atardecer. Nuestra
carrera laboral ya ha acumulado suficiente mediocridad como para no quitarnos
el sueño las pasadas aspiraciones, que han envejecido más prematuramente que
nosotros. Ya sabemos adónde vamos a llegar, y eso con suerte: a la
prejubilación. Pero nos sentimos bien, nada de esa "sensación de que la vida se
me está escapando". Chispeantes, seguimos creciendo. Los pies, por ejemplo,
cada vez están más lejos y cada día te cuesta más llegar hasta ellos, sobre
todo el izquierdo. Cierto que ya no podemos pasar de los tres platos en las
alubiadas, y que crecen los periféricos de ayuda (gafas de presbicia, y
pronto audífonos), pero hay otras ventajas: Vas perdiendo la vergüenza, y
desarrollándose una “cara dura” con la edad,…, y disminuye drásticamente el
riesgo de morir… joven.
Comenzamos a adivinar lo
que se nos avecina en las próximas décadas. Los ruiditos que nos acompañan a
cada movimiento, sobre todo de alzada. Disfrutamos de ese sueño “camembert”,
plagado de periodos de insomnio, y cuando te levantas recuerdas eso de que si
no te duele nada, es que ya estás muerto… El tango dice que “veinte años no es
nada”, pero “cincuenta años” otorgan una madura lucidez,… que estremece.
Nosotros que fuimos testigos de la carrera por la Luna, pertenecemos a la
maldita “generación sándwich”, de selectividades dobles, de “mili” larga,
siendo jóvenes cuando se llevaban los veteranos y llegando a expertos cuando
mandan los novatos. Fuimos obedientes con nuestros padres y con las demás
autoridades de turno, y ahora nos tienen en jaque nuestros hijos a los que, en
general, malcriamos por miedo a repetir nuestra historia. Debimos aprender a
liberarnos de muchos prejuicios y cuando lo conseguimos, resulta que estábamos
cargados de años. Pero disfrutamos de regalos tardíos, como redescubrir y
recuperar la música de los ’70 por Internet y ver a la siguiente generación
cometer nuestros mismos errores. La nostalgia empieza a invadirnos y cada vez
nos parecemos más a nuestros progenitores, e incluso a nuestros abuelos. Pronto
añoraremos cuando hablábamos… todo seguido, y no recordaremos a ese tal “Al..zheimer”,
y se acerca el día en el que ingresaremos en esos grupos de “ancianas de los
dos sexos”.
- “Es cruel”, digo, y mi mujer replica:
- “Sí, para ellas”.
La vejez es lo más
inesperado que le sucede al hombre y llega sin ser invitada. Sólo comienza
cuando se pierde la curiosidad y cesa de indignación por todo lo que está mal a
nuestro alrededor. La madurez, incluso la vejez bien llevada, puede ser el
tiempo de nuestra dicha. La felicidad es el antídoto de la edad. ¡Seamos
felices!