Fue todo muy fugaz. La papelería estaba casi vacía.
Mientras los pocos madrugadores comprábamos la prensa, entró volando una
blanca paloma. Quizá prefirió la caldeada atmósfera del recinto ante el frío
matutino de Getxo. Aleteando sin cesar, su habitual arrullo se transformó en
un angustioso bramido, mientras sobrevolaba y chocaba repetidamente contra el
cristal del escaparate, tratando de huir de aquella transparente jaula
irrompible. Tras un estruendoso golpe final, cayó tendida, muy cerca de la
puerta. Contemplamos el cuerpo de la zurita, extrañamente pesado, que sólo la
muerte podía abatir.
Aquella mensajera era un símbolo de la paz, ¿o de la libertad?, que
buscaba un nido de corazones. Pareció resonar la poesía de Alberti:
‘‘Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al norte, fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
Se equivocaba’’.
Todos sentimos el dolor de la paloma, su agonía,… Nuestro sentimiento
hermanado invocaba a aquel torcaz Lázaro: ‘‘¡Levántate y vuela!’’.
Necesitábamos recuperar esa nívea tórtola que rompe fronteras de odio, y ese
revoloteo de calma que cubre el alma, para que en cada despertar a todos nos
nazca el alba. Ante la solemne quietud silenciosa, sorpresivamente la
pichona, dulce y adolescente, nacida en primavera, se alzó y surcó el cielo,
como la carta de amor que un día echamos a volar.
Su persistente búsqueda de libertad, y nuestro constante rastreo de
paz, darán con la salida. ¡Vuela paloma de la paz!