ad, religiosidad y nacionalismo”.
Adelantemos sin preámbulos la idea a defender: El nacionalismo es una emoción
humana, tan arraigada en la sensibilidad de la persona como pueda serlo la
sexualidad, más instintiva si se quiere, o la religiosidad, más refinada
históricamente. El nacionalismo es una poderosa pasión, que unos sienten y otros no, que unos cultivan y otros no, que unos reconocen y otros no, que a unos les sirve como un motor vital y a otros no,… exactamente como la sexualidad o la religiosidad. Estos sentimientos bien canalizados se han demostrado que generalmente contribuyen a la plenitud humana, aunque persista el riesgo de fanatismos y perversiones por excesos o extravíos.
El
nacionalismo es una de las fibras, como el amor o la amistad, de las que está
hecho el ser humano. Un componente, como las citadas expresiones del sexo y la
religión, de mayor o menor trascendencia en cada individuo en particular, pero
de los que convendría no negar ni su existencia ni su validez para quienes optan
voluntariamente por un armónico desarrollo personal a través de su ejercicio. No
se trata aquí de asemejar la religiosidad con la sexualidad, ni éstas con el
nacionalismo,… sino de que se acepte la obvia existencia de este último,
recordando cuando han negado y reprimido la sexualidad algunos credos o cuando
se persiguieron las religiones por considerarse patrañas. Para cada uno de
nosotros, la religiosidad, la sexualidad o el nacionalismo serán mucho, poco o
nada importantes, pero existir ¡vaya si existen! y para otras personas (muchas o
pocas) son potencias transformadoras. Es legítimo debatir sobre qué abusos de
estos sentimientos son inadmisibles por los daños sociales o personales
derivados, pero lo más absurdo sería pretender que no coexisten.
El
nacionalismo no lo inventó Bismarck, ni Sabino Arana. No es “una alucinación
inventada por un loco”. Y es que hemos llegado a un momento en el que se pregona
un despropósito de tal calibre. La palabra "nacionalismo" proviene de nación,
que, a su vez, deriva del latín “nasci” (nacer). El nacionalismo es un
sentimiento natural de protección de los elementos simbólicos, sociales y
culturales de una colectividad (lengua, historia, mitología, tradiciones,…),
mucho antes que un movimiento político que puede invocar el derecho a una Nación
propia con alguna forma de Autogobierno o de Estado. Por supuesto que a lo largo
de la Historia, este impulso ha sido semilla de muerte y destrucción, como la
guerra de Troya se inició por el amor de una mujer o las cruzadas e
inquisiciones fueron desencadenadas por la religión. Pero este resorte humano,
el nacionalismo, también ha elevado al hombre a la categoría de ser social, ha
estructurado la tribu, la colectividad y es la base de cualquier democracia
moderna actual. El proceso de humanización, de superioridad del ser humano se
debe a su razón y a una óptima explotación de sus instintos básicos de
conservación, de cuidado del grupo y de la especie, reconociendo y conduciendo
su sexualidad, sus deseos de identidad personal y colectiva, sus ansias de
pervivencia y trascendencia más allá de la muerte.
Despreciar
el nacionalismo como algo caducado o propio de charlatanería localista, o como
un tabú que no existe o no se puede interpretar, es tan insensato como sería
hacerlo con la sexualidad o la religiosidad. Mantener que “el nacionalismo
conduce a la estupidez o a la guerra”, es tan grotesco como sostener que la
sexualidad o la religión son malsanas, en sí mismas y sin más precisiones. Un
ser humano, y una comunidad humana, construyen su cosmovisión identitaria
mediante un imaginario común, un entramado multidimensional donde “el cuidado de
lo propio”, el nacionalismo, está presente y actuante.
No
ridiculicemos un sentimiento humano tan hondo como la religión, el amor o la
sexualidad. El nacionalismo no es un mito, y en todo caso como diría Lévi-Strauss
"todo desciframiento de un mito es otro mito”. A pesar de que el nacionalismo ha
quedado emparedado por las dos corrientes políticas dominantes del siglo XX que
comparten un racionalismo economicista, liberalismo y socialismo, se puede
pensar con la mente y también con el corazón, sin ser irreflexivos. Porque en el
conflicto vasco-español, del que algunos niegan su existencia o la de un pueblo
vasco, los más “antinacionalistas” son quienes han celebrado “Días de la Raza
(Española)”, de la Hispanidad (Comunidad de Lengua) y los mismos que se sublevan
en defensa de la ñ. Así pues, dejemos que dialoguen los argumentos y también la
bondad de los corazones solidarios que comprenden cómo sienten los demás.
“El
nacionalismo es frecuentemente la ideología de los aplastados”, según Gerd
Behrens. Es una convicción que enraíza muy profundamente en una cualidad de la
naturaleza humana. Aceptémoslo para avanzar hacia el acuerdo mediante el diálogo
y el respeto mutuo. En este siglo XXI de la intercomunicación y de la
globalización mundial que nos aboca hacia la uniformidad homogeneizadora, el
nacionalismo rebrota como el calor del “hogar propio” en un planeta anodino. El
nacionalismo se materializó en el pasado mediante conquistas en Imperios y en
Estados, pero el progreso
democrático
ha purificado los elementos de sacralización, de belicosidad y de enfrentamiento
para la autoafirmación autóctona, floreciendo un nacionalismo inteligente y
moderno, cuyos primeros frutos en forma de nuevas Naciones pueden verse en la
Unión Europea, en zonas tan desgarradas como los Balcanes o el Báltico. Muchos
creemos que en Euskadi y en España, con arrobas de talento e imaginación, con
comprensión y democracia, podríamos también abrir una modesta pero meritoria
página en la cruenta Historia de la Humanidad, quizá incluso antes que en
Irlanda, Flandes, Québec, el Sahara o Palestina.