Está siendo un caluroso verano. Incómodo para todos;
mortal para algunos. El calor veraniego nos demuestra, una
vez más, quiénes son los más débiles de nuestra sociedad,
y cuán desprotegidos les hemos dejado. Los miles de
fallecimientos de ancianos, ¡miles de muertes
anticipadas!, dejan al descubierto la insolidaridad de
todos nosotros hacia personas que están muy cerca, o
incluso son de nuestra propia familia.
Un caso que hemos vivido demuestra la gravedad y
precariedad de la vida de muchas personas de edad
avanzada. En esta misma zona de playa viven muchos
extranjeros jubilados, que eligieron residir aquí
fundamentalmente porque "así sobreviven a sus compatriotas
que quedaron en su tierra", como ellos mismos declaran.
Están bien organizados generalmente, y aunque les cuesta
aprender el idioma local se defienden con un inglés que
conocen aceptablemente. Hace una semana, unos amigos
pidieron a mi hija que les ayudase a entenderse con su
vecina noruega, octogenaria cuyo comportamiento se había
vuelto extraño, dejando abierta la puerta de su
apartamento incluso de noche, y apareciéndoseles a gritos
por el balcón contiguo la noche anterior. Mi hija habló
con esta demacrada anciana, quien le explicó en un idioma
debilitado por las circunstancias que su mejor amiga había
viajado por una semana a Suecia, y que se encontraba sin
ese apoyo esencial. Ella cada día, a primera hora para
evitar el bochorno, se acercaba al lejano supermercado,
pero le costaba transportar la pesada agua mineral,
necesaria aquí donde la dureza del agua suministrada a las
viviendas no permite su consumo. Esta mujer se había
encontrada tan débil y deshidratada los dos días
anteriores, que sólo acertó a abrir su puerta para esperar
ayuda y gritar desde el balcón. Tras esta simple
conversación, rápidamente la ayudaron con provisiones de
agua y le acompañaron al consultorio médico, comprobando
cómo recobraba su vitalidad y aspecto de distinguida dama
con tan minúscula atención.
Hemos de asumir todas las responsabilidades,
institucionales y familiares, con nuestros mayores. A
ellos les debemos todo, comenzando por la vida. Seamos
sinceros: No mata el calor: extermina la desatención
sanitaria,
geriátrica y asistencial (en
Francia donde se reconocen 5.000 muertes, su insuficiente
asistencia domiciliaria triplica a la nuestra), la
pasividad de una administración que se ralentiza o
paraliza por vacaciones, y el abandono familiar que
debiera apoyarse con financiación colectiva para facilitar
la excedencia temporal por cuidado de familiares. En
definitiva, mata el egoísmo de quienes disfrutamos el
verano ignorando los derechos de nuestros abuelos.
Maldita será la familia o la sociedad que se olvide de sus
ancianos, que les relegue u olvide, que no reconozca su
inmensa aportación y que no les cuide y proteja hasta el
final de sus días.
Mikel Agirregabiria Agirre
info@hezkuntza.org
. También publicado en