Antes
de morir, por una vez al menos, hemos de declarar nuestros amores. En público,
ante el ágora de nuestro entorno, sin reparos ni escrúpulos. Lo más íntimo es
para ser vivido y lo vivido sólo adquiere sentido si es compartido. El amor es
como el fuego, que si no se comunica se apaga.
Los amores son algo
personal, muy de cada uno, pero pueden clasificarse en dos categorías básicas.
Hay amores humanos y querencias espirituales. Seguramente los deseos idealistas
son superiores a las pasiones humanas, pero éstas son más universales y la base
de otros anhelos más sutiles. La aspiración de inmortalidad, la fe en Dios, la
admiración por la Bondad, la esperanza en la Humanidad, la propensión hacia la
Verdad, el éxtasis con la Ciencia o la complacencia con el Arte,… son amores de
los humanos, pero no dirigidos hacia otros humanos, sino a entes o conceptos
que trascienden.
Entre
los amores de humanos hacia humanos existen tres clases, muy diferentes pero no
preferenciales. Se distinguen por el parámetro más dimensional de la
existencia: el tiempo. Muy pronto todos seremos polvo de estrellas, pero antes
en este breve lapso de vida terrenal, la edad es nuestro reloj implacable.
Los
primeros amores son los más decisivos, propios de todas las personas que
alcanzan la consciencia. Son el amor hacia nuestros padres, a nuestros abuelos
y a nuestros familiares mayores, a quienes nos cuidan y a quienes nos enseñan.
Este querer siempre lo llevaremos con nosotros, aún alcanzando las puertas de
la muerte, allí nos acompañarán nuestros antecesores. Son los amores más
hondos, más arraigados, más instintivos, más entrañables, más determinantes,
los más sagrados.
Los
segundos amores son a nuestros coetáneos, a nuestros hermanos,
a nuestros primos, a nuestros amigos y,
muy especialmente en el caso de personas emparejadas, a nuestros cónyuges.
Estos amores son los más presentes, los más envolventes, los más elegidos, los
más trabajados, los más forjados, los más recreados y reconstruidos.
Los
terceros amores son hacia nuestros sucesores directos en la familia o en
nuestro legado. Destacan, en el caso de personas con descendencia, el cariño de
padres y abuelos hacia sus descendientes, pero este cariño también es
vivificante con los sobrinos, con quienes nos relevan, con quienes han
aprendido con nosotros (alumnos, lectores,…) o simplemente con quienes nos
recordarán. Son los amores más alentadores, más gratificantes, más culminantes,
los más esperanzadores.
Sólo hay
vida donde hay amor. Quienes viven de amor viven de eternidad. El sentido de la
vida radica en el amor, que sostiene el Mundo y mueve el Universo. Amar es el
principio, amar es la fuerza, amar es el método, amar es el fin.