Mikel
Agirregabiria Agirre
El valor
de un hombre se juzga por sus cicatrices.
Dicen
que Dios cuando nos evalúe no analizará nuestro currículo, ni nuestras
medallas, ni nuestro patrimonio. Dicen que Dios nos valorará por la memoria de
nuestras cicatrices. Las cicatrices miden no sólo las heridas que hemos
sufrido, sino cómo las hemos curado. La existencia seguro que nos proporcionará
más o menos cortes dolorosos de infelicidad, pero las cicatrices son curaciones
de vitalidad y de deseo de luchar contra la injusticia y por mejorar las
condiciones de vida nuestras y de los nuestros.
La misma experiencia no
es sino una cicatriz. Todos vamos acumulando cicatrices, algunas en la piel, y
muchas en el alma. Causadas por errores propios o ajenos, pero su cicatrización
demuestra que en todos los casos supimos vencer o sobrellevar las dificultades.
Las cicatrices deben mostrarse con orgullo, porque siempre nos recuerdan un
episodio de superación.
Cuentan la historia de un
niño que cayó al estanque de los cocodrilos en un zoológico. Su madre se asomó
al borde del pozo y pudo asir a su hijo por el brazo, cuando las mandíbulas de un reptil ya le apresaban las piernas. E l
caimán era muy fuerte, pero el amor de madre sacó fuerzas de flaqueza y
arrebató al cocodrilo su pieza. El niño sobrevivió a las desgarradoras heridas
y pudo volver a caminar. Fue noticia famosa su recuperación. Todavía en el
hospital, cuando los periodistas le pidieron fotografiar sus cicatrices, el
niño se remangó la manga y mostró orgulloso las marcas de las uñas de su madre,
quien no soltándole había salvado su vida.
El relato anterior nos
recuerda que las heridas las sanamos con la ayuda de los demás, y
especialmente de nuestra familia. De hecho nuestra madre nos dejó a todos,
absolutamente a todas las personas, una imborrable cicatriz, la primera, que
debe recordarnos su sacrificio al darnos la vida. Es una preciosa cicatriz,
visible en el centro de nuestro tronco. Frecuentemente olvidamos su bendito
origen maternal, y hasta lo confundimos con nuestro yo cuando nos miramos
demasiado… el ombligo.
Publicado en
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