Paralelismos entre cine y
política, destinados al mismo público espectador y votante.
Una antigua idea me ronda
la cabeza, ahora que comienza el
Festival de Cine de San Sebastián,
como siempre al inicio del curso académico y político. La ciudadanía
–mayoritariamente- somos gente variada que vemos incontables películas que nos
han habituado al lenguaje audiovisual y que ejercemos como votantes
esporádicamente.
La política puede ser
vista como una película más. Seguramente es un filme pesado, que se repite
mucho, inacabable, con poca lógica y que no siempre acaba bien. Los electores
queremos que los políticos nos expliquen sus programas para que podamos
entenderlos con facilidad, al igual que un guionista se esfuerza en interesar a
los espectadores, de los que sólo espera en el cine el esfuerzo mínimo de comer
palomitas. Sin embargo, no somos tontos ni queremos que se nos trate como
estúpidos, ni como espectadores ni como votantes.
En política frecuentemente
falta un guión que estructure el programa propuesto por cada partido para
hacerlo accesible al conjunto de la sociedad. Un argumento, desde Aristóteles
hasta el cuento corto de Allan Poe, debe reunir tres componentes fundamentales:
Logos, un discurso inicial; Pathos, el conflicto o el dilema a resolver; y
Ethos, un mensaje claro con los valores o las soluciones que se pretende
transmitir.
Al igual que en el esquema
cinematográfico, en la política cada elector elige su “protagonista”, con un
“objetivo” a conseguir y un obstáculo en forma de “antagonista”. Habitualmente
suele haber una historia paralela, una historia de
amor con “la chica”, que puede acabar bien o mal. Además aparecen actores
secundarios, “un amigo” por ejemplo, que puede convertirse en “el traidor” y
complicar la aventura al personaje principal.
Los políticos, como los
directores de cine, deben conseguir que el votante se identifique con el
protagonista, y para ello desde el teatro clásico griego se conocen los
mecanismos para generar esa complicidad. En definitiva, se trata solamente de
provocar en el espectador una "catarsis", una purificación, bien en el caso de
la Tragedia a través de la piedad y el miedo por compasión de lo que padece el
protagonista, o bien en el caso de la Comedia mediante la risa y el humor,
sublimando y gozando del esfuerzo del personaje en su lucha.
Por último, la estrategia
de la comunicación regula el manejo de la información con dos fórmulas
complementarias. Normalmente los espectadores se van enterando de la trama al
mismo tiempo que el protagonista, viviendo las mismas sorpresas
inesperadas del argumento, por ejemplo cuando el problema se complica y parece
imposible resolverlo. Pero, a veces, los espectadores saben más que el
protagonista:
Alfred Hitchcock recuperó con el
suspense el ingenio propio de los teatrillos de marionetas, donde los
chiquillos gritan más cuando la bruja aparece por el extremo opuesto mientras
el protagonista distraído mira en dirección opuesta.
En la política actual
parece predominar el suspense sobre la sorpresa. Casi todos sabemos lo que
sucederá finalmente, porque parece que manejamos más datos que los políticos
sonámbulos, que insisten en ignorar lo obvio. No cabe enumerar aquí demasiadas
profecías seguras que los políticos al uso parecen desconocer, pero somos
muchos quienes creemos que la paz se logrará, que el terrorismo desaparecerá,
que no será vencido por ejércitos sino con justicia, que sobra el ingente gasto
en la industria militar, que el mundo será solidario y que la maldad será
derrotada por la Humanidad. Lo malo es que la intriga y la incertidumbre de
cuándo lograremos todo esto sigue doliéndonos por el sufrimiento de tantos
inocentes.
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