Las peripecias de un
padre que creyó poder olvidarse de los hijos.
Tras ejercer
todo un año, en realidad casi una vida, en las fatigosas funciones de padre,
educador, colega, amigo, vasco y pacifista, todo ello con gran dedicación
aunque escaso éxito, decides tomarte unos días de vacaciones con la "parienta".
Descansar es cambiar de rutina, así que te alejas mil kilómetros, te rodeas de
vecinos noruegos, y cambias algunos parámetros vitales: ralentizas Internet
desde el cable-módem al módem de 56 Kb, retrasas el horario general en tres
horas, duermes diariamente el doble siesta incluida, elevas el termostato de
temperatura exterior en 10 grados y adoptas preferentemente la posición
horizontal. Por cierto, dado que se puede estar 20 horas diarias tumbado o
flotando y que el Imperio Romano descubrió el modo de comer reclinado, ¿cómo es
posible que el Imperio Microsoft no haya inventado un modo cómodo de navegar
por la red en posición tendida?
Tras pegarte
una paliza de viaje, acondicionamiento y aprovisionamiento en tu destino
vacacional, llega el día en el que puedes embadurnarte de bronceador y
antimosquitos para abrazar a tu "cosa más querida": la tumbona. Con el tributo
de haber comprado una exitosa serie de libros policíacos a tu mujer para que se
entretenga sin encomendarte fastidiosos trabajos domésticos, al fin crees que
ha llegado tu momento de sosiego anual. Con tu música seleccionada durante un
interminable curso, te recuestas y mirando al cielo azul te pones… a pensar, si
te lo permiten la somnolencia ascendente y el infalible ruido de múltiples
charangas externas.
Por un
instante, parece que todo está en relativo orden. La familia está bien de
salud, la ruina económica no es inminente y, con estos calzones inmensos, hasta
las gorduras conyugales parecen despistarse. Tu media naranja está a tu lado,
extrañamente silenciosa abstraída en sus lecturas, y crees que ésta puede ser
la semana feliz, ésa que encadenarías para vivirla repetidamente como una cinta
continua. Los hijos, esos seres queridos que desde que nacieron no han dejado
de darte alegrías y preocupaciones, parecen que están perfectamente en sus
lejanos destinos, según hemos constatado reiteradas veces por teléfono, SMS y
e-mail.
¡Como
novios!, nos dicen que estamos otros progenitores con confesada envidia. Porque
hoy día parece que el mundo está al revés. Los novios quieren vivir como
casados y los casados, tras criar hijos, anhelan la vida de novios. Incluso el
mes de julio está organizado para enviar los hijos al extranjero, mediante
oportunas becas o afanosos ahorros, y con un poco de suerte un matrimonio puede
veranear unos días sin la prole.
Las madres,
ya se sabe, son gallinas cluecas que no pueden olvidar a sus hijos. Pero los
padres vamos de gallitos, y decimos que la perfección familiar reside en hijos
lejanos y esposas mimosas. Y entonces, desparramado en esta tumbona que debiera
ser el monumento mundial a la reflexión, comprendes que añoras a tus hijos, que
quisieras tenerlos a tu lado para abrazarles y seguir regañándoles,
aconsejándoles y, sobre todo, escuchándoles y reviviendo la existencia a través
de sus ojos. Creo que, sin reconocerlo jamás, animaré a Carmen a que llame otra
vez a nuestros hijos. Sólo para que se tranquilice ella, que quede claro.
Publicación
a partir del 18-7-2004 en
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