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Tres técnicas infalibles
para hacer triunfar una idea: Método válido incluso para políticos.
¡Cuán difícil es que los
demás nos entiendan y compartan nuestras convicciones! Al proponer nuestras
iniciativas, a todos nos sucede que recibimos escaso apoyo. Muy frecuentemente,
el error no radica en nuestro proyecto, sino en cómo pretendemos inculcarlo
agresivamente con tácticas equivocadas. Para que nuestras ideas despierten
entusiasmo en nuestros interlocutores, existen tres recomendaciones fiables.
Primera regla: Hagamos que nuestra idea sea de ellos.
Aprendamos del pescador,
que pone tentadoramente la mosca al alcance de la trucha, sin obligar al pez a
tragarse el anzuelo por la fuerza. Cuando nos proponen un plan nuevo, adoptamos
instintivamente una actitud defensiva porque sentimos que es necesario defender
nuestra personalidad, y casi todos creemos que nuestras ideas son más acertadas
que las del prójimo. Dado que a todos nos desagrada que nos impongan ideas
externas, es preferible explicarlas y ponerlas donde los otros puedan
analizarlas sin premuras ni presiones. Los demás sólo aceptarán plenamente
nuestros planteamientos cuando puedan considerarlos como si fueran resoluciones
suyas. Un parlamentario, maestro en esta técnica, suele permanecer silencioso
durante las discusiones en comisión. Una vez que todos han dado su parecer,
manifiesta el suyo diciendo: "Creo que las opiniones expuestas aquí serán muy
útiles. Pueden resumirse en estos términos..." Y entra a presentar sus propias
opiniones, que por lo general son bien recibidas. "He estado pensando en
algo que dijeron ustedes hace unos días", es un buen preámbulo.
Evitemos formas
imperativas como "esto es lo que les conviene" o "debe hacerse así”. Suena
mejor, y es mucho más efectivo, sugerir "¿no les parece que esto daría
resultado?", para que nuestros interlocutores se apropien de nuestras
concepciones. Una vez que, atribuyéndoselas, hacemos partícipes de nuestras
ideas a quienes nos escuchan, ya somos más quienes compartimos los mismos
objetivos.
Segunda regla: Permitamos que sean ellos quienes aboguen por nuestra idea.
En el primer
momento, ante una opinión innovadora tendemos instintivamente a oponer algún
reparo, por el qué dirán y para remarcar nuestra identidad. Para que nuestros
interlocutores sean nuestros aliados, facilitémosles la ocasión de disentir de
nosotros presentando abiertamente los puntos flacos que adolezca nuestra propia
idea. "La mejor manera de persuadir a otro -según Benjamín Franklin-
es exponer nuestro caso con moderación. Hecho esto, manifestemos que, por
descontado, podríamos estar equivocados, lo cual predispondrá favorablemente al
que no s
escucha, y hasta es muy probable que lo incline a… tratar de convencemos de
aquello que nosotros mismos
ponemos en duda. En
cambio, si nos dirigimos a nuestro interlocutor en tono afirmativo y arrogante,
sólo conseguiremos
convertirlo en adversario".
En su alegato ante un
jurado, Abraham Lincoln presentaba el pro y la contra, aunque
no sin insinuar muy
sutilmente que la razón estaba de su lado. "Lincoln expuso mi caso al jurado
mejor de lo que hubiera podido hacerlo yo mismo", observó en cierta ocasión
el abogado de la parte contraria. Cuando nuestros planteamientos se efectúan
ecuánimemente y desde una certidumbre relativa, se obtienen más adhesiones que
hablando ex cátedra.
Tercera regla: Interroguemos en vez de afirmar.
Al valernos de la
interpelación, la paternidad de nuestra idea se traspasa a las personas a
quienes deseamos convencer. Patrick Henry, un orador magistral de la Guerra de
Secesión norteamericana, sabía inspirar una conclusión. Leamos algunos párrafos
de su célebre discurso "Libertad o muerte", en el que para convencer a sus
oyentes preguntaba en lugar de aseverar: "Nuestros hermanos se lanzaron ya
al campo. ¿Por qué hemos de permanecer inactivos?" "¿Habremos de
tumbarnos en ociosa indolencia? ¿Tan valiosa es la vida, o la paz tan amable,
que deban comprarse a precio de cadenas
y de esclavitud?" Si intentásemos expresar lo anterior en forma afirmativa,
veríamos cuánto antagonismo despertaríamos.
Nunca
demos una cuestión totalmente resuelta, sino que preguntemos cómo ha de
resolverse. De este modo, y con las oportunas pistas para facilitar el
recorrido, les ofrecemos a los demás la oportunidad de llegar por sí mismos a
la solución que mantenemos en nuestro pensamiento. La próxima vez que queramos
dar un buen consejo o proponer una idea a nuestra pareja, a nuestros hijos,
amigos o jefes, recordemos estas tres reglas áureas.
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