La paradoja de que tras
35 años de llegar a la Luna millones de personas mueren de hambre.
El astronauta Neil
Armstrong al pisar la Luna en 1969 dijo: “Un paso pequeño para el hombre, un
salto gigantesco para la Humanidad”. La carrera espacial fue una gesta de
ciencia y de paz, y sus frutos tecnológicos han beneficiado y contribuido al
desarrollo humano. Aquel esfuerzo heroico aplaudido por encima de fronteras y
banderas, aunque motivaciones bélicas y de prestigio también fueron
determinantes. Ahora que celebramos un aniversario tan vívido para quienes
asistimos conscientes a su consecución, otros interrogantes infantiles nos
siguen martilleando la conciencia, como cuando preguntábamos: Papá, ¿por qué
todavía hay gente que se muere… de hambre?
Resulta doloroso asistir
impasibles a la injusticia e insolidaridad mundiales. La pobreza y la
desigualdad no es ninguna ley inexorable de la Naturaleza. Parece que el
continente de nacimiento sea determinante en la calidad de vida que debe
esperar cada ser humano que nace. En Europa y Australia nos encastillamos en
una "sociedad del bienestar", aún cuando la pobreza asome por los suburbios de
cualquiera de nuestras ciudades, mientras aceptamos que Norteamérica sea el
líder militar, tecnológico y financiero, Asia se convierta en la poblada
fábrica del mundo con el 60% de la población planetaria, el resto del
continente americano al sur del río Grande perviva con graves incertidumbres y
África apenas sobreviva con una esperanza de vida menor de 40 años.
Los datos escandalosos se
multiplican: Cada vaca europea recibe una subvención diaria de 4 €, mientras la
mitad de la población mundial ha de subsistir con menos de un euro al día.
Tamaña injusticia debería congelarnos el corazón. Ya no sólo se trata de que
los despilfarros militares reinvertidos en educación, sanidad y alimentos
podrían solucionar en meses todos los problemas de la Humanidad, sino incluso
de aberraciones tales como que los gastos de las sociedades ricas en comida
para mascotas o en dietas de adelgazamiento podrían evitar la muerte anual por
hambre de más de 6 millones de niños menores de cinco años y cancelar la
monstruosa cifra de 840 millones de personas desnutridas que viven entre
nosotros.
Hace
35 años supimos llegar y pasearnos por la Luna, pero aún no hemos sido capaces
de exigirnos a nosotros mismos y a nuestros gobernantes la fraternal proeza de
acabar con la pobreza. Mientras haya una sola persona muerta de hambre, ninguno
mereceremos llamarnos seres humanos, ni suponer que
estamos dotados de una sola gota de inteligencia ni de bondad.
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