El primer gran
acontecimiento vital de cada persona es el día en que inicia su escolarización.
Hoy he llevado a mi hija
mayor, Leire, al colegio por primera vez. Ha ido muy emocionada, después de
haber esperado impacientemente este día desde hace meses. Iba rodeada de dos
amiguitos suyos, que también comenzaban hoy. Ya conoce a su maestra, porque
vive en el barrio y desde hace algún tiempo sabían que se encontrarían en
septiembre. Leire ha entrado con decisión en el "cole" y ha subido las
escaleras alegremente, cogida de la mano a mi esposa y a mí.
Al llegar al aula, donde estaban
algunos de sus compañeros -pocos, apenas una docena- la joven profesora la ha
acompañado a una mesa circular junto con sus dos amigos. Entonces la maestra ha
despedido a los padres que estábamos todavía allí y hemos sido los últimos en
salir. Su madre le ha dicho adiós a Leire y yo también le he dirigido un gesto
de despedida. He visto cómo nos miraba fijamente. Tras salir de la estancia, he
vuelto a asomar la cabeza y todavía sus ojitos miraban a la puerta por la que
habíamos desaparecido y al repetir la acción después de
unos minutos, Leire todavía estaba mirando la puerta. Había algo patente en su
mirada. Estaba embargada por la misma angustia que nosotros mismos sentíamos al
dejarla. Era el pánico de comprender, de golpe, sin ningún proceso de
acomodación, que "había sido escolarizada", lo que significaba en primer lugar
que había abandonado el entorno familiar, el único escenario que conocía hasta
ese momento, y
que pasaba a otra etapa de su vida en la
cual no contaría con la permanente presencia y ayuda de sus progenitores.

En pocos días, la maestra
se había convertido en la figura más destacada de la vida de Leire. En la lista
de los personajes más queridos de mi hija, nosotros -sus padres- habíamos
perdido el primer puesto que quedaba asignado (esperamos que temporalmente) a
su maestra Loli.
Por mi parte, no me acuerdo de mi
primer día escolar. Recuerdo los primeros
días de algunas cursos siguientes, cuando tras las vacaciones de verano había
que retornar al colegio. Mantengo algunas difusas reminiscencias del primer
curso, con cuatro años, en lo que se llamaba Elemental A. Al rememorar aquellas
resonancias del pasado, he de reconocer que despiertan una sensación
placentera. He intentando exhumar de la memoria algunos recuerdos y puedo
mencionar que estábamos sentados en
pequeñas mesas de cuatro, con minúsculos taburetes individuales y que pasábamos
muchas horas con las manos sobre el mármol de la mesita, sin hacer
aparentemente nada, excepto escuchar, recitar o cantar. Nos gustaba oír con la
oreja pegada sobre el frío mármol, el tamborilear de los dedos de un
condiscípulo que retumbaba como los tambres de Semana Santa.

La maestra de los pequeños
era la más dulce y en los cursos siguientes Elemental B y Elemental C, las
profesoras eran cada vez más exigentes, hasta el punto de que la de Elemental C
tenía fama de ‘ogro’. No he grabado los nombres de mis tres maestras, -lo
siento-. Ahora podría llegar a saber cómo se llamaban, pero así no serviría
para nada. Para mí, las tres fueron excelentes y creo que en nuestro colegio de
Escolapios de Bilbao, donde no había, en aquel momento, más profesorado
femenino, casi todos los alumnos guardarán buen recuerdo de ellas. De la
maestra de Elemental B, recuerdo las interminables construcciones silábicas -
la b con la a, ba, que era condición necesaria superar para poder salir al
recreo. Esta maestra, que nos enseñó a leer, quería tanto a todos sus alumnos
que fuimos rotando todos los niños de la clase en la revista colegial que
destacaba mensualmente a los tres "mejores" alumnos de cada clase, con nuestra
foto rodeada de aureolas. Tal vez para algunos escolares, hombres maduros hoy,
aquella fuera nuestra única oportunidad de destacar que tuvimos en esta
competitiva sociedad.
Con la vocacional maestra de Elemental C
aprendimos a escribir y poner la fecha. Todavía hoy al poner el año me surge el
inolvidable 1959, que aprendí a poner con letra legible al comienzo de las
cuartillas. Tengo mala memoria de mi etapa infantil anterior a los cinco años.
Poco recuerdo de lo vivido, a pesar de que me han narrado muchas anécdotas
familiares que luego creo rememorar por mí mismo. Sin embargo, las primeras
remembranzas propias provienen de aquellos episodios escolares, que nadie ha
podido relatarme posteriormente. Fue una época muy feliz. Tuve la gran suerte
de disponer de una infancia que siempre aporta un gran sosiego al evocarse.
Ojalá que como padres, educadores y como ciudadanos pudiésemos asegurar que
todos nuestros hijos y nuestros escolares disfrutan de una niñez feliz. Ése es
el primer deber de una sociedad humana, solidaria y justa.
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a partir del 5-10-2004 en
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