Las guerras, todas ellas, son escenarios de
muerte y barbarie. Los civilizados seres humanos parecen transformarse al
vestir un capote militar, no importa cuál. Un civil, uniformado a su pesar,
pasa a ser una víctima propiciatoria, que no puede lamentar ni su propia muerte
al ser un amortajado andante. Peor aún, algunos soldados entienden que el
anonimato escondido tras una guerrera con bandera incorporada
exime
del respeto escrupuloso a los derechos humanos ajenos.
Uniformes marciales:
ataúdes livianos para reclutas de alistamiento forzoso o excusa para el
asesinato impune. O la muerte legitimada, “un soldado es un esclavo con
uniforme”, que François Mauriac describió: “Su uniforme era demasiado grande
para él. Su pelo cortado raso suprimía toda la personalidad de su rostro. Ya
estaba preparado para la muerte. Era igual a los otros, indistinto, ya anónimo,
ya desaparecido”. Eso, o la escandalosa y reiterada noticia de los abusos
militares, comprobando que todavía el uniforme vencedor es licencia para
violentas abe
rraciones, como dijo George Lansdowne,
“Con uniforme, los cobardes pasan por guerreros”.
Si
los ejércitos pretenden imponer la democracia por la fuerza de las armas, no
serán adalides de las libertades, sino que seguirán deshonrándose a sí mismos,
y a las sociedades
-supuestamente avanzadas- que los patrocinan.
Abominemos de las mismas torturas y
las mismas vejaciones a los enemigos
que se siguen practicando en el siglo XXI,
como a lo largo de la Historia. Casacas de colores
distintos siguen arrebatando los
derechos a los vencidos y otorgando a
los vencedores inhumanos poderes: ¡Qué ignominia!