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Mikel
Agirregabiria Agirre
Cuando apenas tenía nueve
años recién cumplidos, mi madre murió tras una larga enfermedad. Mamá nos legó
como única herencia una estampa de la Virgen a cada uno de sus hijos,
manuscrita con su grácil letra desenvuelta que trazaba siempre con su pluma
Parker predilecta. En aquellas pocas líneas, nos despedía amorosamente y nos
encomendaba al cuidado de nuestro padre, de nuestra amplia familia y… de la
Virgen María, con quien ella iba a reunirse.
Procedíamos de dos familias
de hondas raíces católicas. Todos nuestros antepasados eran de raigambre
religiosa, y en casa la fe nos mantuvo siempre unidos en la confianza de que la
falta de una madre, tan desconsoladora para hijos entre 6 y 10 años, sería
cumplidamente suplida por la custodia celestial, encarnada en la figura de la
Santísima Virgen. Los hermanos no tuvimos una madre terrenal en quien confiar
nuestras dudas adolescentes, nuestras preocupaciones de juventud, nuestras
aflicciones de madurez,… Pero, a cambio, establecimos un diálogo íntimo, con la
figura maternal de la Virgen María. Ella no nos dejó huérfanos en ningún
trance, pudo socorrernos en todos los peligros y desventuras, nos escuchó y
orientó en los momentos más críticos y tuteló todas nuestras decisiones.
A lo largo de la vida, comprobamos que seguir a
Jesucristo, en toda su grandeza, es un camino comprometido. Pero refugiarse en
la Virgen, siempre es viable. Como muchos, aprecio y disfruto especialmente con
los templos y santuarios marianos:
Aranzazu, Begoña, Estíbaliz,
Leire, el Pilar, Montserrat, Covadonga, Lourdes, Notre Dame,… Cuando entro en
una iglesia desconocida, indefectiblemente busco angustiado la figura de la
Virgen. Muchas veces sólo la hallo en los rincones más modestos, pero -ya sea
en representaciones grandes o pequeñas- María siempre aparece acogedora,
maestra y guía, como la inmejorable Madre para cualquier hijo.
Cobijarse en la Madre de
Dios, que es también dulce Madre nuestra, es un recurso infalible de esperanza.
Ella, que acompañó a Jesucristo desde su nacimiento en Belén hasta su calvario
en Jesusalem, supo estar erguida a los pies de la cruz cuando los discípulos
huyeron. También sabrá acompañarnos durante toda nuestra vida si pedimos su
intercesión. La Virgen siempre ha sido paciente mediadora, y algún día espero
reunirme con Ella. Cuando la encuentre, allí estarán mis dos Madres. Así lo
imaginaba el niño que fui con nueve años. Ahora, cuarenta años después, pienso
exactamente lo mismo.
Publicado
en
Autores Católicos (Domingo 15-2-2004), Periodismo Católico (15-2-2004).
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